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jueves, 1 de marzo de 2012

El metro es un extraño lugar, un no-lugar.

El metro es un lugar extraño, un no-lugar. Allí habita una misteriosa aura que cohíbe a todo aquel que la respira; una especie de ley implícita, pero por todos conocida. Los contrae como por ósmosis en sus asientos, y los lleva a arrinconarse compungidos en las paredes, como castigados. Sus pasajeros, así embriagados, evitan todo contacto, y apenas interrumpen el monótono canto de los vagones, su continuo movimiento y perpetuo gruñido.
  El metro es un lugar sombrío; no es un fin en sí mismo, no es un lugar para sí. Nadie le presta atención; ni a él, ni a lo que sus entrañas contienen. El desdén por el entorno desborda por doquier e inunda las almas de los cadáveres allí dispuestos, como escupidos por el mundo; esos organismos inertes han perdido momentáneamente su vida, que se evade y desaparece en otro mundo: los aíslan cascos de música mientras ocupan sus ojos y manos en libros, e-readers, tablets, mobiles... más gadgets de los que cualquier tienda corriente pueda ofrecer. Por contra, jamas he visto robar uno de ellos en esta suerte de refugio de cuerpos, a pesar de no asirlos muy convenientemente; supongo que ello requeriría demasiada energía, para un lugar desolado como el desierto.
  El metro no existe, esta vació: nadie lo ha visto jamas; estoy convencido, no hay otra posibilidad. La gente no habla ni para poder pasar; antes prefiere empujar. Y aunque el cubículo rebosa de humanos, no veo ni una pizca de aristotélica humanidad... es como un gueto, como la sombra de una sombra, como el espejismo de un sueño; un mundo anormal, una siesta en la jungla urbana, algo nada social. Aunque...¿quien sabe? Quizá haya un tácito pacto en su comunidad, y, en consecuencia, un violento silencio para los ajenos. Aún así... siento que floto en la zozobra de un mar irreal e inmenso, tan inmenso que solo puede ignorarme.
  Podría besar, lamer, chupar, sobar, morder o arrancar el dedo indice que se me muestra seductor sobre la barra en la cual se aferra uno de esos seres inertes, y nada ocurriría. Podría meter mi mano por debajo de una falda, o entre medio de unas nalgas descubiertas por unos pantalones caídos, o meterle una pistola entre ellas, o en su boca -y exigirle que la mamara-, o pegarle un tiro a cualquiera, o... podría hacer eso y mucho más sin perturbar la serenidad del ambiente, la imperturbable pasividad de un lugar más muerto que un cementerio, más ceremonioso que una catedral, o más ensimismado que una biblioteca.
  Sin embargo, pese a la manifiesta indefensión de esos pedazos de carne antropomorfa, nadie se rinde a los impulsos más primitivos del ser. Nadie me mantiene la mirada ni entabla conversación. Nadie seduce ni es seducido, en el metro, a pesar del a menudo estrecho contacto entre los cuerpos. Nadie...nadie. No hay nadie, allí. No hay un allí, en el que haber alguien. Y si los hay, impensable, son más áridos y ariscos que yo. Una versión mejorada de mi: más yo que yo mismo, cual hiperbólico reflejo imposible...
  Tal vez por ello no pude sonreirle ayer a aquella persona... aunque de todos modos, no ha vuelto a aparecer, si bien, afortunadamente, otra tez curiosamente familiar me ha salvado del tedio insoportable del aburrimiento, a pesar de bajar en la sexta parada. Me temo que también yo habré de comprar algo de todo ese arsenal suicida, puede que un libro electrónico. Porque "no hay amor, ni siquiera odio; todos los cuerpos están repletos hasta el hartazgo, las conciencias resignadas, no hay más que una inmensa satisfacción de inertes".